Desde niño en esta época del año, me preguntaba porque debía morir un inocente al ver y escuchar en la televisión documentales y películas asociadas a la vida y pasión de Cristo Jesús. Con el paso del tiempo pude entender que esa muerte era necesaria, pues con ella se abriría una puerta inmensa para poder participar de instrucciones, promesas y regalos otorgados por el Eterno. En esta línea, Dios siempre ha anhelado que el ser humano se una a Él, y no se conforma a limitarlo a la subyugación, por ello a través de la muerte de nuestro Señor Jesucristo tenemos la oportunidad de ser parte del núcleo familiar del Creador.
El apóstol Pablo en la epístola a los Romanos declara:
“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rom. 5:12).
Lo anterior estable un distanciamiento de Dios como sociedad.
También, Pablo exhibe a los Efesios que, nuestras faltas fueron un factor para distanciarnos de Dios. Explica que andábamos conforme a los poderes del sistema, nos conducíamos según el que gobierna las tinieblas, estábamos impulsados por nuestros deseos pecaminosos, separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa (Ef. 2:2-12 NVI). Bajo esta condición, y aun cuando estábamos muertos en pecado, Dios nos acercó mediante la sangre de Cristo a su pueblo.
Tuvo que morir para que como género humano obtuviéramos acceso a las promesas que eran exclusivas de Israel.
Tuvo que morir para que pudiéramos ser conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. El profeta Isaías explicita la forma diciendo: “Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” (Isaías 53:4 NVI).
La muerte del Mesías produjo riqueza absoluta para el ser humano. Dios nos dio vida en unión con Cristo, al perdonarnos todos los pecados y al anular la deuda que teníamos pendiente por los requisitos de la ley. Así revocó el acta de los decretos que nos era adversa, clavándola en la cruz (Col. 2:13- 14 NVI). Esto constituye, además, vivir confiados bajo la poderosa mano de Dios, a saber, “todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Jn. 5:18 RVR 1960).
De igual modo, nuestro Señor Jesús exhortó “Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos” (Juan 10: 28-30 RVR 1960).
Finalmente, cuando reconocemos el propósito de su muerte y nos arrepentimos de nuestras iniquidades – a través del bautismo –, la unidad que se logra con Dios se apodera de todo lo que hacemos.
Hno. Danilo Gómez Correa.